Via Crucis en casa

El Miércoles de Ceniza celebramos en la Parroquia de San José el Vía Crucis con el Cristo de la Humildad y Misericordia. N pudimos salir a la calle por la lluvia, así que tuvimos que hacerlo dentro de la iglesia. Alguna gente de los que estuvieron han pedido el texto. Aquí está, para que puedas leerlo y también en formato PDF, por si quieres descargártelo. ¡Buen provecho!

INTRODUCCIÓN

Éste es el viacrucis del Miércoles de Ceniza de Bailén. El viacrucis de la parroquia de San José. El del Cristo de la Humildad y Misericordia. Pero en el camino de esta noche caben todos. Cabe la gente de San José y la de las otras dos parroquias. Caben los cofrades y los que no lo son. Caben las mujeres y caben los hombres. Los que tienen fácil la vida y los que se sienten abrumados por los pesos que les han ido cayendo encima y no saben de dónde sacar fuerzas. Caben los viejos, que por ley de vida no son ya jóvenes, aunque algunos para consolarse dicen que lo son de espíritu. Caben también los jóvenes que son viejos, los que están cansados y aburridos como si hubiesen andado ya un camino largo de ochenta años. Los que sonríen y los que se sienten solos y tienen ganas de llorar…
En este viacrucis caben todos, aunque un día sólo cupo uno: Jesús. Aquel fue su exclusivo viacrucis, el camino-de-la-cruz original y primigenio. Pero desde entonces todos los viacrucis de la historia se han unido al primero. En todos está Cristo, y en todos andan los otros «cristos», los hermanos de Cristo, los hijos de Dios. Cargan con la cruz; son traicionados y vejados; caen, no tres veces, sino tres mil; en unas ocasiones se levantan de nuevo y en otras quedan en el suelo extenuados; son colgados de la cruz; criticados, apaleados, juzgados, abucheados, rechazados, torturados; y Cristo va siempre con ellos. Viacrucis de Jesús, y de sus hermanos, los hijos de Dios. El viacrucis no es sólo camino: es lugar y ocasión de encuentro. Encuentro de Cristo y sus hermanos; encuentro de los hermanos de Cristo entre sí.
Pretende este viacrucis nuestro ser un reflejo del auténtico. Del camino-de-la-cruz que recorrió Jesús, nuestro Maestro y Señor. Un camino que no comenzó en el monte de los olivos, sino mucho antes. En su bautismo, cuando se metió en mitad de la fila de los que acudían donde Juan, Jesús comenzó a cargar la cruz —las cruces— del mundo. De su mundo, del que a él le tocó vivir.
Tenía muchas cruces aquel mundo: la pobreza y la injusticia; el rechazo de los «pecadores»; la prepotencia de los poderosos de la religión y del imperio; los gritos de auxilio de las viudas y los huérfanos; la violencia y el deseo de venganza presente en los corazones de un pueblo siempre oprimido, siempre machacado…
Jesús cargó con aquellas, y a un tiempo con todas las cruces que estaban por venir. También con las cruces del mundo que nos ha tocado vivir a nosotros. Hacer el viacrucis es, pues, ver a Cristo. Y verlo cargado con su cruz, con sus cruces, que son las nuestras.
En este viacrucis, al mismo tiempo que escuches la pasión del Señor, tal y como el evangelista Lucas nos la transmitió, vas a escuchar también la voz de algunos testigos que la presenciaron en primera persona. Testigos de la pasión. María, Pedro, Pilato, una mujer, Simón… sólo hemos podido dejar hablar a catorce, porque son catorce las estaciones. Pero hubo muchos más testigos. Si tú y yo creemos hoy es por el testimonio que ellos dejaron.
Y hoy, en nuestro mundo actual, sigue habiendo más testigos. Gente que continúa contemplando con estupor, con asombro, con impotencia, con rabia, con indiferencia… la pasión de Cristo, la pasión de todos los hermanos de Cristo, la pasión de todos los cristos. También a estos testigos queremos dejarles hablar esta noche, haciéndoles un hueco de silencio en nuestros corazones. Estáte atento. No te pierdas su testimonio. Probablemente lo necesitas. Además, seguro que incluso tú eres también testigo.
Como ves, lo que te estoy intentado decir de diversas maneras es que en este viacrucis también cabes tú. Cabes en cada estación. Y en cada personaje. No pienses que eres sólo el que —como Cristo— sufres. También eres el que hace sufrir. Eres Jesús. Pero también eres Pedro y Judas. La mujer que lloriquea y el Pilato que se lava las manos. El discípulo que por miedo se aparta de la cruz y el centurión pagano que conoce en Jesús al Hijo de Dios cuando ve su forma de morir. Tú eres el soldado que azota y Verónica que seca el rostro. Tú, el ladrón bueno, pero también el malo.
En este viacrucis también cabes tú. No te quedes fuera mirando. Entra en nuestro camino, que es el camino de la cruz de Jesús.
Y tráete tu paisaje. Porque éste no es sólo el viacrucis de Jerusalén. Es también el de Bailén y el de Jaén  y el de  Marruecos y el de Palestina y el de Siria… No sólo aquella ciudad, sino la aldea global —el pueblo de todos los pueblos de la tierra— se llena de tinieblas con la muerte de Jesús y espera con ansias que salga de la tumba nueva el Sol que no conoce ocaso.
Únete a nosotros. No te quedes atrás. No camines solo. Es más difícil hacer solos este camino.  Disfruta del encuentro, de los encuentros. Puedes necesitar un cireneo porque tu cruz sea demasiado pesada. O —¿quién sabe?— a lo mejor te cargan la cruz de otro que tiene menos fuerza que tú.

✚ PRIMERA ESTACIÓN: CENA

LA PALABRA

01aCuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios».
Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios».
Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía».
Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».
Se produjo un altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el mayor. Pero él les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve» (Lc 22,14-26).

EL TESTIGO

Fue algo inaudito. A pesar de que era lo más normal del mundo. Una cena de pascua. Yo había asistido cada año, desde pequeño, a la cena. Y no fue la primera que celebramos con Jesús. Pero esta, además de última, fue especial.
Creo que ninguno de nosotros acertó a entender del todo el alcance de lo que estaba ocurriendo. Pedro se enfadó muchísimo cuando Jesús se puso a lavarnos los pies. Los demás nos callamos, pero no sabíamos lo que pasaba. Luego nos dijo que también teníamos que hacerlo nosotros. Ciertamente el Reino no era lo que nosotros pensábamos. Y mira que nos habló veces para aclararnos las ideas. Incluso esa misma noche, después de la cena, empezamos a bromear sobre quien era el más importante de todos nosotros. Pero la broma acabó casi en una pelea. Y Jesús nos recriminó duramente. Nos dijo que si es que no habíamos aprendido nada del gesto que había hecho; que había actuado con nosotros como un criado, él, al que llamábamos «maestro», y nosotros nos peleábamos por ponernos por encima unos de otros.
Después de lo del lavatorio, vino lo otro, lo del pan. Y al final de la cena, la  bendición de la copa. Dos gestos que siempre se hacen, pero que él cambió profundamente y con gran desconcierto nuestro. Parecía que ya se estaba muriendo en esa cena. Como si hubiera adivinado todo lo que se le venía encima. Y nosotros —la mayoría— estábamos aún ajenos. Hizo falta que pasara lo peor para que entendiésemos el sentido de aquella comida de fraternidad, que después de su resurrección se convirtió en la reunión más importante para los que lo seguimos.
Los creyentes ya no podemos tener excusa. Tampoco vosotros, que escucháis mi voz después de tantos años: si no os ponéis en actitud de servicio, si no estáis dispuestos a la entrega, no tenéis derecho a decir que sois discípulos suyos.

Tomás, discípulo de Jesús

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ SEGUNDA ESTACIÓN: ORACIÓN

LA PALABRA

02aSalió Jesús y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación».
Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».
Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación» (Lc 22,39-46).

EL TESTIGO

02Me lo contó mi marido.
Jesús los tomó aparte a él —a mi Santiago—, a su hermano Juan y a Pedro. Los demás dormían ya.
Estaban en la ladera del Monte de los Olivos; en un lugar conocido por todos, al otro lado  del torrente. Jesús se alejó un poco de ellos.
Me dijo Santiago que los invadió una especie de sopor.
Me dijo también que todos presentían lo peor, pero que no querían comprender. Lo mejor era adormilarse, como si no pasara nada. Aunque a mí me vienen a la cabeza los relatos del Antiguo Testamento, que tantas veces hemos escuchado en la sinagoga, en los que se dice que, cuando Dios aparece, todo se rodea de nube y los hombres se llenan de sueño. A lo mejor el sueño era la presencia de Dios, aunque ellos eran incapaces de notarlo.
Mientras los tres dormitaban, Jesús oraba. Estaba enfermo de angustia. El miedo lo torturaba sin duda. Y luego vino lo demás: la traición de Judas, la negación de Pedro que Jesús mismo había adivinado… Y todos los abandonos… Tengo que reconocer que mi Santiago, que nunca ha sido un hombre cobarde, aquella noche también le falló. Jesús se quedó solo.
Mi Santiago me confesó con dolor que fueron incapaces  de velar con él. Y eso que Jesús fue a implorarles repetidamente que lo acompañaran en su sufrimiento, que no lo abandonaran.
Pero nada, que ellos fueron incapaces de compartir su angustia y de ver que sudaba sangre.
Hasta le oyeron decir en una voz más alta de la que se estila para la oración: «Padre, lo que tú quieras, no lo que yo quiero». Pero no comprendían lo que pasaba.
Mi Santiago y los otros dos pensaban que Jesús iba a escapar de los jefes judíos o a convencerlos de su hipocresía, como había hecho en otras ocasiones, dejándolos en ridículo delante del pueblo, cuando le planteaban preguntas difíciles sobre la Ley.
Los tres hombres de su confianza se dejaron llevar por el sueño cuando él agonizaba. A lo mejor si hubiéramos estado las mujeres, nos habríamos dado cuenta del asunto. A pesar de lo que digan, somos más fuertes, y tenemos un sentido especial para darnos cuenta de las cosas. ¿Quién sabe…?; igual hubiéramos podido hacer algo.
Y vosotros, ¿sois capaces de velar, de estar despiertos para no caer en la tentación?

Ana, esposa de Santiago

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ TERCERA ESTACIÓN: DETENCIÓN

LA PALABRA

03aTodavía estaba Jesús hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?»
Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Jesús intervino, diciendo: «Dejadlo, basta».
Y, tocándole la oreja, lo curó.
Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él: «¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de un bandido? Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis. Pero esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas» (Lc 22,47-53).

EL TESTIGO

03Yo fui uno de los que estuve en Getsemaní cuando el prendimiento de Jesús el Nazareno. Aquella noche fue una noche más fría de lo que es habitual en primavera aquí en Jerusalén. Y el cielo estaba lleno de nubes, tanto que la luna llena apenas podía dejar un manto tenue de resplandor sobre el torrente Cedrón cuando lo atravesamos. Por eso llevábamos antorchas.
Yo no conocía al Nazareno. Sólo había oído hablar de él. Sobre todo por boca de la mujer de un vecino nuestro, que era paralítico. Era paralítico, y dicen que Jesús lo curó un día que pasó por la Piscina de Betesda y lo encontró allí, tumbado en el suelo, como habitualmente se lo podía ver. Bueno, curado está, eso es evidente… pero si lo curó Jesús o no, y cómo lo hizo, eso yo no puedo asegurarlo. Los jefes comentaban que Jesús actúa con el poder de Satanás.
Bueno, a lo que vamos. Yo estaba en la comitiva que venía a detenerlo. Y la verdad es que la detención fue sencilla. Era como si ya estuviera esperando que llegáramos; casi se nos adelantó. Uno de su grupo iba con nosotros para ayudarnos a reconocerlo, pero casi no hizo falta que nos condujera hasta él, porque Jesús nos salió al paso y nos preguntó que a quién buscábamos.
Algunos nos sorprendimos de aquello. Cualquiera, habiendo sabido que venían a apresarlo se habría buscado defensa o se habría escondido. Pero, Jesús estaba allí indefenso y casi tendiendo las manos para que lo ataran.
Tan sólo uno de los discípulos, —creo que más tarde lo vi en el patio del palacio— se envalentonó y nos plantó cara. No sabía muy bien lo que hacía, se veía a todas luces que no estaba acostumbrado a empuñar un arma; pero en un golpe errático me partió la oreja con la espada. Luego Jesús lo recriminó y él salio huyendo. Igual que todos los otros que estaban con él allí en el huerto. Jesús no perdió la calma y acercándose me curó. Eso fue lo que más me impresionó de aquel encuentro. De ser él, yo me hubiera defendido, habría pensado en mí; pero no, él, haciendo caso omiso de lo que pasaba alrededor, se fijó en mí a quien no conocía de nada y que, además, venía en contra de él.
Este Jesús debió ser un hombre excepcional. Ni siquiera el Sumo Sacerdote, a quien hace tanto tiempo sirvo, había tenido nunca conmigo una mirada de compasión como aquella.
Y vosotros, ¿habéis percibido alguna vez su compasión?

Malco, criado del Sumo Sacerdote

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ CUARTA ESTACIÓN: NEGACIONES Y BURLAS

LA PALABRA

04aDespués de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos. Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «También este estaba con él».
Pero él lo negó, diciendo: «No lo conozco, mujer».
Poco después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos».
Pero Pedro replicó: «Hombre, no lo soy».
Y pasada cosa de una hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también estaba con él, porque es galileo».
Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas».
Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Y los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, dándole golpes. Y, tapándole la cara, le preguntaban, diciendo: «Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?». E, insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas (Lc 22,54-65).

EL TESTIGO

04Me dormí en el huerto, como los otros dos: ya os lo ha contado antes Ana. Pero es que, además, luego huí; en realidad huimos todos: me asusté cuando vi a todos esos hombres con antorchas, palos y espadas. Era demasiada gente. Además, Jesús se negó a defenderse.
No me sentía tranquilo. Por eso luego tuve que volver: necesitaba saber qué pasaba. Y me dirigí a casa del sumo sacerdote. No me fue difícil colarme en el patio con los sirvientes, porque teníamos allí gente conocida. Pero no fui capaz tampoco de defenderlo. No ya ante los capitostes del pueblo, que eso me estaba vedado; sino ante una muchachita que hacía de portera en la casa y ante unos cuantos que se calentaban alrededor de un fuego que habían encendido.
Cada vez que lo recuerdo y lo relato me duele algo en lo más profundo de mí. No entiendo cómo pude ser tan cobarde. No solo una vez, sino repetidas veces aquella noche. Lo dejé solo. Lo abandoné. Negué haberlo jamás conocido y lo hice con violencia y con acritud. Allí dentro, en el palacio, lo estaban juzgando; pero yo fuera, en el patio, lo condené. Entonces ya no pude aguantarme más. Salí corriendo, necesitaba esconderme y desahogarme. Hubiera querido que me tragase la tierra. Y lloré amargamente. Pero con eso no logré librarme de la pena que me invadía. Jesús me había hecho llorar muchas veces; y eso que los pescadores somos gente dura. Mas ninguna otra fue como aquella noche negra.
No me entra en la cabeza que me encargara después que yo sostuviera la fe de los otros, cuando le había demostrado que era tan débil y había caído tan bajo. Pero así es Jesús, casi siempre se sale de los esquemas que tú tienes. Es especial. Fue duro conmigo, pero me trató al mismo tiempo con tanta ternura…
Seguro que a ti también te ha hecho llorar alguna vez.

Pedro, el discípulo

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
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✚ QUINTA ESTACIÓN: INTERROGATORIO

LA PALABRA

Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, y le dijeron: «Si tú eres el Mesías, dínoslo».
Él les dijo: «Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder. Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios».
Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?».
Él les dijo: «Vosotros lo decís, yo lo soy».
Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca» (Lc 22,66-71).

EL TESTIGO

05Yo siempre he estado orgullosa de mi marido. Mi Elías es escriba. Se ha dedicado desde que era pequeño al estudio y a la enseñanza de la Ley de nuestro pueblo, de la Ley de Dios. Y hoy tiene más de sesenta años. Ser intérprete y maestro de la Ley es un gran honor: para él y para toda la familia.
Mi hombre siempre ha sido un hombre justo; por eso el Sanedrín, el Consejo del pueblo, ha apreciado en toda ocasión escuchar su parecer en los asuntos importantes.
El día que se reunieron para juzgar a Jesús el galileo, por supuesto, lo llamaron. Pero a mí me pareció que aquel asunto fue turbio desde el principio. Vinieron a buscar a mi marido a todo correr. Decían que era algo de importancia capital. «Ha de serlo», pensé yo, pues si no, no hubieran venido justo aquel día, que para nosotros era un día de fiesta. Pero lo que me extrañó de verdad fue el oír comentar que era para un juicio. Nunca había oído yo hablar  de un juico por la noche. Hasta creo que está prohibido por la Ley: los juicios tienen que ser siempre de día, en lugar público y con testigos. Yo no dije nada: las mujeres nunca nos metemos en estas cosas, pero me pareció raro de verdad.
Mi Elías vino a casa bien entrada la noche y no quiso hablarme ni una sola palabra de lo que había pasado. Venía cambiado, contrariado. Me di cuenta sólo con verle la cara cuando apareció por la puerta: conozco bien a mi marido. Me había quedado a esperarlo  despierta, porque no lograba conciliar el sueño después de su salida presurosa.
Al día siguiente salió de madrugada. Se pasó toda la noche dando vueltas en la estera, como si estuviera esperando con ansias a que entrara el primer rayo de sol por la ventana del patio. Y se fue igual, sin decir ni media palabra.
Después me enteré de lo ocurrido. Lo contaron las mujeres en la fuente.
Tras la muerte de Jesús pasamos una mala racha en casa. Elías perdió su buen ánimo y andaba siempre cabizbajo y pensativo. Le molestaba incluso que nuestros niños se le acercaran y le pidieran jugar con él. Nunca más volvió a presentarse en las reuniones del Sanedrín.
Ahora parece que algo ha empezado ya a cambiar. Lía, la vecina, que es de los de Jesús, nos invitó a ir a la reunión que ellos hacen el domingo. Mi marido estuvo todo el tiempo llorando: yo nunca lo había visto llorar. Pero ha encontrado alivio. Y seguimos yendo a las reuniones a partir el pan.
Seguro que vosotros que me escucháis también vais a las reuniones del domingo para sentir su presencia y su fuerza y  para agradecer su entrega.

Salomé, mujer de Elías el escriba

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

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✚ SEXTA ESTACIÓN: JUICIO

LA PALABRA

Y levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo, diciendo: «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey».
Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?».
Él le responde: «Tú lo dices».
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió (Lc 23,1-7).

EL TESTIGO

06Cuando me trajeron a aquel reo, me fastidió.  No me interesaba demasiado el asunto. No era más que un perturbador, un agorero insignificante más entre los muchos que de vez en cuando surgían en aquel pueblo fanático, defensor a ultranza de los derechos de su Dios. A mí no me importaba. Pero los jefes judíos estaban alterados; y no había necesidad, justo ahora en Pascua, de tener un altercado. Yo estaba para garantizar el orden público, que es el romano.
Si quitar a ese profeta de enmedio satisfacía a las autoridades de Israel y creaba calma, ¿por qué no condenar a este hombre? Al fin y al cabo no era nada más que un hombre. Otro galileo agitador. Uno más.
En muchas ocasiones había yo interrogado a un acusado. Pero aquella vez fue distinta. No me sentía a gusto. Él estaba allí, alto, delante de mí. Tenía —la verdad es que no sé por qué— la impresión de que estaba por encima de mí. Como si dominara la situación, que por fuerza debía ser trágica para él. Yo necesitaba sentirme fuerte, seguro de mí. Y en modo alguno transparente. El gobernador era yo. Era yo el que mandaba. El juez era yo.
Era preciso que me temiera, que no supiera lo que yo pensaba. Mas ese Jesús tenía trazas de penetrar los corazones: me sentí juzgado por él. Me invitó a reconocer que yo no sabía nada de la verdad de la vida. «¿Qué es la verdad»?, le pregunté.
Me pareció que veía mucho más lejos que yo. Como me dijeron que era Galileo, y Herodes estaba entonces en la ciudad, se me ocurrió mandarlo a él. Al fin y al cabo el responsable de los Galileos era Herodes. Además, a mí esos asuntos de la religión de los judíos me dan dolor de cabeza. Seguro que el rey Herodes iba a saber hacer un trato con los jefes religiosos de su pueblo, puesto que se trababa de cosas de religión. Por desgracia no fue así, porque Herodes me lo mandó de vuelta y dejó en mis manos el problema.
Con vergüenza tengo que reconocer que los ancianos del pueblo me ganaron la partida. Soliviantaron al pueblo y me presentaron una acusación política. Yo sabía que no era verdad, que aquel hombre no era un terrorista ni pretendía hacer frente al emperador ni a Roma: no había nada más que mirarle la pinta. Pero no pude hacer nada.
Me lavé las manos en todo este asunto. Pero sé que, a pesar de todo, no pude quedarme al margen: desde entonces el mundo entero me juzga por ello.
Seguro que también vosotros lo hacéis; pero, ¿sabéis que? Que sois unos hipócritas, porque vosotros, a pesar de decir que sois discípulos suyos, también os laváis muchas veces las manos.

Pilato, gobernador

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

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Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ SÉPTIMA ESTACIÓN: PANTOMIMA

LA PALABRA

07aHerodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre sí (Lc 23,8-12).

EL TESTIGO

07Cuando me avisaron de que Pilato me había mandado a Jesús el Nazareno me gustó la idea de recibirlo en mi casa. Hacía ya tiempo que tenía ganas de verlo, porque, después de lo del Bautista, había oído hablar mucho de él y de sus milagros.
Aunque la verdad es que, después de todo, el profeta me defraudó nada más verlo. Yo esperaba un hombre con más presencia y verbo, pero se mantuvo callado ante mí y para nada tenía el aspecto de un hacedor de prodigios o del hombre extraordinario del que la gente hablaba.
Se veía que lo habían maltratado y comprendí que Pilato me lo mandó para quitarse un problema de encima: seguro que los sanedritas estaban detrás de aquello. Así que mandé al Nazareno de vuelta a Pilato, dejándole claro que yo no tenía nada que hacer. Y aproveché para mandarle un mensaje. Lo vestí con una toga blanca, como la que llevan los magistrados romanos. Seguro que Pilato comprendió la ironía, porque luego me contaron que él a su vez, cuando presentó a Jesús al pueblo, le puso un manto de púrpura como el que usamos nosotros, los grandes judíos, para devolverme el mensaje.
Los dos aceptamos el mutuo reto con sentido del humor y a partir de entonces, aunque nos seguimos guardando el aire, podemos relacionarnos de manera más fluida. Así que para algo nos sirvió el episodio del juicio del Nazareno.
De todas formas hoy sigue siendo para mí una incógnita la razón por la que Jesús se presentó a mí como se presentó: por qué su silencio, por qué renunció a defenderse. La gente decía maravillas de él, y hasta Juan el Bautista le tenía reverencia, que en más de una ocasión me lo manifestó.
Creo que nunca llegaré a comprender el misterio de ese hombre.
No sé si vosotros, los que después de pasar veinte siglos lo confesáis Hijo de Dios, habéis comprendido su misterio o hacéis por dónde.

Herodes, tetrarca de Galilea

LA ORACIÓN

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✚ OCTAVA ESTACIÓN: CONDENA

LA PALABRA

08aPilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Ellos vociferaron en masa: «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc 23,13).

EL TESTIGO

08El oficio de un carpintero es trabajar la madera. Pero preparar un madero horizontal para cargarlo a los condenados que ni siquiera conozco y luego colgarlo en otro vertical para poner fin a una cruel tortura… eso no me agradó nunca. Me veía obligado por las autoridades… y por la necesidad: soy padre de familia y muchas veces faltan los recursos.
Me gusta mi trabajo. La madera está al servicio del hombre para su uso, para su descanso y para su mesa. El árbol es el que lo protege del sol o de la lluvia. Es el alimento del fuego que le da poder y abrigo. Y yo, yo he estado siempre molesto cuando he recibido el encargo de fabricar un instrumento de tortura; el madero sobre el que iba a agonizar un crucificado con un tormento atroz.
Tres hombres cargaron sobre sus espaldas el madero de su cruz aquella mañana. Se había corrido la voz de que iban a ajusticiar a Jesús Barrabas, un terrorista que había asestado algunos duros golpes a los romanos. Pero extrañamente fue otro Jesús el que cogió su cruz. Parece que al final al bandolero lo soltaron.
Este otro Jesús se agarró a su madero como si esperara ese instante; como si tuviera algún sentido llevar encima esa cruz cruel e infamante.
Aquel día tome la decisión. No iba a fabricar más cruces; aunque me faltara el pan que echarme a la boca no quise ser ni una sola vez más partícipe de la muerte de la gente de mi pueblo, inocentes o no.
Pensadlo, porque esta decisión no se puede estar aplazando una y otra vez. O estás a favor de la vida o estás en contra de ella. Y es preciso asumir las consecuencias de  la propia decisión.

Jonatán, el carpintero

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ NOVENA ESTACIÓN: AYUDA

LA PALABRA

09aMientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).

EL TESTIGO

09Yo venía de camino a mi casa; regresaba  del campo después  de hacer mis tareas habituales, cansado por el trajín del día;  volvía con el paso lento y la respiración  pausada: ¡qué día tan agotador! Yo soy un hombre duro, pero aquel era uno de esos días en los que uno quiere llegar  pronto a casa y cobijarse en el calor del hogar. Además, la familia estaba esperando para la Pascua… No era aún mediodía, pero el cielo había empezado a ponerse gris.
Llegando a la ciudad, se escuchaba el rumor de la gente; era lógico: todo el mundo estaba preparando la fiesta…
Seguí caminando hacia la puerta de la ciudad y entonces me di cuenta que el barullo era por otra causa. De repente, sin comerlo ni beberlo me vi implicado en algo que nunca pude imaginar: los soldados romanos estaban sacando a tres hombres y los llevaban al Gólgota para ajusticiarlos. Me obligaron, literalmente, a cargar la cruz de uno de ellos, que no podía ya ni tirar de sí mismo.
Me llené de ira por dentro. ¡Yo llevar una cruz! ¿por qué? ¿qué tenía yo que ver con ese hombre? Que la llevara él, ¿no era suya? Me inundé de coraje por dentro, os he dicho. Sí, por dentro, porque ¿quién se atrevía a protestarle a los soldados?
Cogí el madero de mala gana y me metí en la comitiva. Miré entonces la tablilla que el reo llevaba colgada del cuello: «Jesús el Nazareno, el rey de los judíos»; eso era lo que decía.
Entonces me estremecí. «Jesús el Nazareno…» ¿Sería él? Si era, estaba irreconocible, con un casco de espino sobre la cabeza y el rostro ensangrentado. Su espalda debía estar en carne viva a juzgar por las manchas de sangre de su túnica; y andaba encorvado sobre sí mismo. ¿Sería él?
Eché a caminar deprisa delante de él, como para acabar cuanto antes. Después de unos pasos no pude evitar volver la cabeza. Entonces pude verle en sus ojos un gesto de agradecimiento. ¡Era él! ¿Cómo podía ser? ¿Por qué lo llevaban a matar? Era el nazareno con el que estuvimos en el Lago de Galilea cuando fuimos a ver a los parientes de Cafarnaún. Aquel era un hombre bueno. Sus palabras eran palabras de aliento y de gozo y hasta hizo posible que la multitud que estuvimos aquel día escuchándolo no nos fuéramos a casa sin comer nada. La gente dice que fue un milagro.
¿Qué había pasado? ¿Por qué lo condenaban? ¿Qué había hecho? ¿Y el letrero de la tablilla…?
No era tiempo de preguntas. Me volví hacia atrás y rodeé su cintura con mi brazo para tirar de él y hacerle más llevadera la subida.
No ha habido ni un solo día de mi vida en que no haya recordado aquel momento. Sigo siendo un hombre pobre. No tengo sino mis manos para trabajar. Pero estoy orgulloso de haberles dejado a mis hijos Alejandro y Rufo esta herencia: la de haber sido quien ayudó a Jesús.

Simón, un campesino

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ DÉCIMA ESTACIÓN: COMPASIÓN

LA PALABRA

10aLo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: «Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «Caed sobre nosotros», y a las colinas: «Cubridnos»; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?».»
Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él (Lc 23,27-32).

EL TESTIGO

10Se dice que las mujeres no saben más que llorar. Pero no veo qué otra cosa podíamos hacer. Eramos seos o siete. Vecinas todas. Salimos a la puerta para ver el cortejo que conducía a Jesús hasta el lugar del suplicio. Curiosas, quizás, pero sólo al principio. Una que estaba en el grupo, pasó por en medio de los soldados para ir a limpiar el rostro de aquel a quien todos insultaban. Aún no me explico cómo pudo saltar la barrera que hacían los soldados. Ella lo conocía. Después nos habló de él, de las cosas que Jesús decía. Nos contó que la había curado de su mal de flujo de sangre, un mal que había arrastrado durante muchos años. Nos habló de la ternura que le mostró, cuando, asustada, se acercó apretada por el gentío para tocarle el manto a Jesús con la confianza de que saliera de él la fuerza de Dios para curarla. ¡Qué extraño misterio que aquel que tanta compasión derrochó con ella se viera ahora maltratado y despreciado de ese modo. ¡Qué rara paradoja que aquel que secó la fuente de su hemorragia, precisase ahora de ella para enjugar su sangre! Y qué extraño misterio que aquel que había sido su médico necesitase entonces de su atención y de su lienzo.
Cuando ella se acercó a enjugarle el rostro, Jesús la miró con reconocimiento. Luego Jesús se dirigió a nosotras. No logré entender entonces todo lo que dijo. Creo que nos reprochó nuestras lágrimas. Que anunció una catástrofe. Que nos profetizó que íbamos a llorar por nuestros maridos y por nuestros hijos. Y no me atreví a preguntar a las otras para saber más. Sentí que aquello era todo una locura y pensé que hubiera sido mejor no estar allí en la casa aquella mañana. Hubiera sido mejor estar en la fuente o en el lavadero, me dije.
Cuando pasaron unas semanas, Verónica nos invitó donde los apóstoles y nos hicimos de los suyos.
Sólo entonces, en la comunidad,  comprendí el sentido de tanto sinsentido.
Si tienes muchas preguntas acércate a los nazarenos, entra en el grupo de los que lo siguen, porque el Señor, aunque no responde a todas las preguntas, al menos alivia la urgencia del interrogante.

Sara, una mujer de Jerusalén

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ UNDÉCIMA ESTACIÓN: CRUCIFIXIÓN

LA PALABRA

11aY cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos» (Lc 23,33-38).

EL TESTIGO

11Seguí el mismo camino que él, ese camino atroz. Cuando un hijo sufre hasta este punto, la obligación de una madre es estar con él. Él había dicho: «El que quiera ser mi discípulo, que me siga». Y yo soy madre, pero también discípula; que los otros discípulos, tan queridos por mi Hijo, es como si fueran hijos míos.
Los golpes y los insultos, las caídas y los clavos. Todo lo sentí en mi carne, en mi corazón. Me partió el alma su desnudez y la vergüenza con que lo afrentaron. Me rompieron el corazón las burlas de los que lo miraban con desprecio y se mofaban de él. ¿Qué necesidad había de causarle más dolor, tal y como ya estaba, colgado de la cruz? ¿Por qué lo castigaban tan cruelmente, si mi Hijo sólo había hecho cosas buenas?
Yo lo miraba con cariño y con ternura. Y con dolor profundo, clavado en el alma, como un puñal. A distancia, porque no nos dejaban acercarnos demasiado.
Era tanto mi dolor que no había en mis entrañas lugar para la ira. «¡Qué se acabe! ¡Que se acabe!» esa era la petición que resonaba en mi mente. Tenía miedo de agravar sus sufrimientos, si dejaba aparecer mi angustia. Pues la confianza se mezclaba dentro de mí con el terror.
Aprendí de él el perdón. Pero aquellas palabras de perdón que pronunció con esfuerzo en lo alto del madero para exculpar a sus verdugos  tenían mucho de sobrehumano. Los hombres no saben, no pueden hacer eso. Cuando más derrotado estaba mi Hijo, más lleno de Dios se mostró. Cuando había bajado hasta el fondo de la miseria humana, más manifiesta puede ver su grandeza. Cuando más hundido en  cieno, más brillante aparecía su dignidad.
Poco antes del fin me confió a su discípulo más querido, dándomelo como hijo a quien querer. Desde entonces ya siempre estuvimos juntos. Me hice la madre de todos ellos, del grupo entero: es lo que entendí que mi Hijo me pedía.
Me mantuve de pie, abrumada pero voluntariosa, con las otras mujeres del grupo, lo más cerca de él que nos permitieron los soldados. Pero luego, cuando todo se hizo oscuridad por dentro y por fuera, cuando lo recibí muerto en mis brazos, sentí que se me venía el mundo encima. Que todo había sido en vano. Que me lo habían quitado para siempre y que habían rechazado su bondad. ¡Me costó —nos costó a todos— tanto trabajo entenderlo todo!
En vuestro dolor, hijos míos, no desfallezcáis, confiad siempre contra toda esperanza.

María, madre de Jesús

LA ORACIÓN

Dios te salve, María…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ DUODÉCIMA ESTACIÓN: MISERICORDIA

LA PALABRA

12aUno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,39-43).

EL TESTIGO

12No sabría ahora decir con certeza si fui un ladrón o un revolucionario que odiaba con todo el corazón a los invasores romanos. Probablemente las dos cosas. Seguro que les di motivos para tratarme de aquel modo. Así eran las cosas… Y yo lo sabía de antemano. No quiero discutir mi condena. Con todo, yo no merecía la muerte. ¿Quién puede merecerla?
Además, me la adelantaron. A mí y al otro que ajusticiaron con nosotros. No nos tocaba todavía, pero los soldados querían dar un escarmiento y escenificaron su macabro teatro. Jesús se había proclamado rey; y allí lo pusieron en su trono —la cruz— y con su corona —de espinas—, con el letrero encima, para que quedara bien claro. Y nosotros dos a sus dos lados, en nuestros respectivos «tronos» como primeros ministros de su corte. El pueblo entendía muy bien la lección: así trata Roma a los que cuestionan la autoridad del César.
Dicen que cuando vas a morir pasan por delante de ti, en rápido cortejo, todos los episodios de tu vida. Al menos en mi caso fue cierto, a pesar del dolor y de la rabia. Pero a pesar de todo, en el corto rato de la agonía comprendí muchas cosas. Simplemente con mirar a Jesús y escucharlo. En modo alguno tenía sitio entre nosotros, pero no quiso rechazar este lugar. Era un hombre libre. Estaba por encima de los que le hacían sufrir. No quise consentir que el otro ajusticiado lo insultara. Pero Jesús, como si estuviera por encima de todos los insultos, no se defendió. Y pronunció palabras de perdón para los que estaban abajo mofándose.
A mí me dijo palabras que me dejaron reconfortado, que me caldearon el corazón, como si mi madre hubiera venido a abrazarme: «Hoy estarás conmigo en el reino de la paz».
Sentí que me daban un regalo que yo no merecía, que no me había ganado ni podría ganar hiciera lo que hiciera en la vida.
Seguro que la gente que estaba aquella tarde allí no fue capaz de entenderlo; puede que tú tampoco hoy; pero, ahora que se ha abierto para mí la puerta de la vida, comprendo que morir a su lado fue un privilegio que inmerecidamente se me concedió.

Dimas, un condenado a muerte

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ DECIMOTERCERA ESTACIÓN: MUERTE

LA PALABRA

13aEra ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
Y, dicho esto, expiró.
El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios, diciendo: «Realmente, este hombre era justo».
Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto (Lc 23,44-49).

EL TESTIGO

13Estar encargado de llevar a buen término una crucifixión, ¡qué sucia faena!
Hundir los clavos en las muñecas y en los pies, salpicarse de sangre y lágrimas, y oír dentro de mi cabeza esta queja profunda, triste, que he escuchado durante años, incluso cuando estoy tranquilo en casa con mi esposa… ¡Llevo grabada en la mente esa queja!
Jesús no gritó, como los otros. Me miró, y en ese momento, comprendí que su condena era una injusticia. Y me pregunté si no lo habrían sido las de tantos a los que yo había visto morir ante mis propios ojos.
Aquel ajusticiado puso en tela de juicio todas mis ideas de la justicia. Su dignidad me hizo sentir que toda mi vida había sido un fracaso, puesta al servicio de la opresión y de la muerte.
Aquel hombre despojado de toda dignidad, hizo aflorar en mí la poca dignidad que aún quedaba en algún resquicio de mi corazón. Y desde entonces, ya no puede ser el mismo.
Me vi obligado, por una orden, a hundirle la lanza hasta el corazón. De hecho no habría sido necesario, porque ya estaba muerto: el castigo que le habíamos infligido había ido más allá de lo estipulado. Aún así sentí que al abrir la herida en aquel costado muerto salió de él la vida. Puede que os parezca locura, pero eso fue lo que sentí: como si el aliento de la vida me soplara con fuerza.
Mis soldados no quisieron romper su túnica. La echaron a suerte. Las demás pertenencias del ajusticiado se las repartieron jugando a los dados. Yo los miraba con tristeza y con rabia…
La historia ha sido cruel cuando ha juzgado a los soldados romanos de la época, pero la verdad es que dimos razón suficiente para ese juicio.
Al fin, no pude aguantarme más. Y grité —aún no me explico por qué, porque yo no conocía aún a Dios— que aquel hombre era un inocente, un hijo de Dios. Nadie me contradijo, nadie se rió de mí. Nadie asintió. Pero os juro que me escucharon todos.
¡Ese Jesús a quien habíamos torturado era más grande que la tortura! Se pueden clavar las manos y los pies. Pero no se clava la libertad. El amor no puede ser crucificado, no puede matarse.

Longinos, centurión romano

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

✚ DECIMOCUARTA ESTACIÓN: SEPULTURA

LA PALABRA

14aHabía un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía.
Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto (Lc 23,50-56).

EL TESTIGO

14La gente decía que yo era «justo»: a la vez honrado y temeroso de Dios.
Yo nunca me tuve por tanto. Pero, de verdad,  tenía horror a las malversaciones, a las hipocresías y a los abusos de poder. Y os confieso que me tuve que tragar muchos.
Jesús era manifiestamente inocente. Una inocencia envidiada, odiada, molesta. Su ejecución como si fuera un vulgar malhechor me sublevó. Pero me faltó valor para oponerme más de lo que lo hice. O no pude. No lo sé muy bien…
Luego cuando, desde lejos, lo vi morir, me di cuenta de que no podía consentir que el cuerpo de Jesús permaneciera colgado durante el sábado. Reclamé su cuerpo. Me lo concedió Pilato. Menos mal que los jefes, una vez que habían conseguido su propósito, se fueron y perdieron todo su interés por Jesús.
Yo, con algunos amigos de Jesús —no penséis que muchos— y con su madre y las otras mujeres, transportamos ese cuerpo cubierto de llagas hasta la sepultura que yo me tenía reservada.
El sepulcro estaba cerca, muy cerca. Suerte que yo lo había comprado para mí y nadie había sido enterrado en él todavía, porque si no, no  se nos hubiera permitido ponerlo allí a él, muerto como un maldito de Dios, junto con los cuerpos de los fieles del Señor.
¡Qué duro meter en el propio sepulcro a una persona que por ley de vida tendría que permanecer mientras uno se va!
Fue como un presentimiento, podréis pensar que estúpido —yo sé hoy que no lo es—: Jesús moría en puesto de mí; quizá en puesto de todos nosotros.
¡Qué vacío nos quedó cuando la piedra cerró la entrada de la tumba! ¡Y Jesús en la oscuridad de la noche, en las tinieblas, en los infiernos! Jesús en lo más hondo del universo humano.
Solo algunos días después pudimos entender las palabras que él mismo había dicho a los discípulos y que yo pude oírles repetir a ellos como sonámbulos aquel sábado fatídico: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto, pero si muere da fruto abundante»

José de Arimatea

LA ORACIÓN

Padre nuestro…

Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz.
Hermanos, decid conmigo: «¡Bendito sea!»

LETANÍA

¡MÍRANOS CON MISERICORDIA!

Jesús, Señor de la Humildad.
Jesús, Señor de la Misericordia.
Jesús, Hijo de Dios.
Jesús, hijo del hombre.
Jesús, hijo de David.
Jesús, hijo de María Virgen.
Jesús, Dios-con-nosotros.
Jesús, ungido por el Espíritu.
Jesús, hermano nuestro.
Jesús, sol de justicia.
Jesús, luz del mundo.
Jesús, sal de la tierra.
Jesús, príncipe de la paz.
Jesús, obediente al Padre.
Jesús, camino cierto.
Jesús, verdad completa.
Jesús, vida eterna.
Jesús, palabra de vida.
Jesús, pan de vida.
Jesús, buen pastor.
Jesús, vid verdadera.
Jesús, viñador solícito.
Jesús, maestro bueno.
Jesús, profeta de la nueva alianza.
Jesús, siervo doliente y obediente.
Jesús, rey del nuevo reino.
Jesús, rey de reyes.
Jesús, Señor de los señores.
Jesús, sacerdote único.
Jesús, fortaleza de los débiles.
Jesús, manso y humilde de corazón.
Jesús, cordero inocente.
Jesús, grano de trigo.
Jesús, puerta del redil.
Jesús, piedra angular.
Jesús, testigo fiel.
Jesús, juez justo.
Jesús, alfa y omega.
Jesús, a y zeta.
Jesús, principio y fin.

CONCLUSIÓN

Señor Jesús,
hemos recorrido contigo
el camino de la cruz
y te hemos depositado en el sepulcro.
Hemos escuchado
a los testigos que presenciaron
aquel camino infame,
aquel acontecimiento único,
aquella misericordia inefable.
Queremos escuchar también
a los otros testigos,
a los de hoy,
a los que tienen los ojos abiertos
para percibir que tu pasión
no ha terminado todavía.
Y hemos recordado que nosotros
somos también testigos,
¡tenemos que serlo!:
El mundo nos necesita.
Como las mujeres y los discípulos,
estamos a veces desanimados
y sin aliento.
Convéncenos de que la cruz
es el trono en el que reina el amor.
Convéncenos de que el sepulcro
es semillero de esperanza.
Haznos descubrir tu resurrección
y tu presencia
en todos los momentos de la vida
y especialmente en los de dificultad.
Tú que vives y reinas
Por los siglos de los siglos.
Amén.

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