Emaús era una aldea cercana a Jerusalén en la que dos discípulos tuvieron la experiencia de encontrarse con el Señor resucitado al meditar las Escrituras y al partir el Pan (Lucas 24,13-35). Es la misma experiencia que nosotros queremos tener en cada una de nuestras reuniones dominicales y festivas. Esta página quiere ser, en cierto sentido, un Emaús para todos los que buscan encontrarse con el Señor en este camino cotidiano de la vida.
Escucha la Palabra
Primera lectura (Génesis 12,1-4a)
En aquellos días Dios hablaba con el hombre y el hombre escuchaba a Dios. Había línea directa, comunicación fluida y amistosa. ¡Qué bien! ¡Bendito sea Abraham y bendita sea su fe! ¡Y benditos nosotros si somos capaces de descubrir la cercanía y la presencia de Dios!
Salmo responsorial (Salmo 32)
La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esperan su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
Segunda lectura (2 Timoteo 1,8b-10)
El Evangelio es luz que vence la tiniebla y es vida que destruye la muerte. Pero el Evangelio choca con el antievangelio, con la noche, con la desesperanza, con la cerrazón del corazón humano. Por eso el Evangelio resulta muchas veces un trabajo duro
Evangelio (Mateo 17,1-9)
Querido hermano: Toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio.
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Vive la Palabra
A la montaña para orar
Después de la dureza del desierto, la elevación del monte. También fascina la montaña. Es como un reto a vencer, como una llamada a la superación, como un deseo de elevación. Podemos encontrar a Dios en el desierto, o quizá en la montaña, o quizá en el corazón.
Lo importante no es el lugar físico, sino la actitud interior. Lo importante es desinstalarse, salir de sí mismo, de su comodidad, de sus costumbres, de sus rutinas, de sus apegos; y de las ocupaciones y preocupaciones cotidianas. Hay que saber relativizar los problemas de cada día. El desierto te proporciona silencio y vacío. La montaña te facilita otros horizontes y otras perspectivas.
El desierto y la montaña propician el encuentro con Dios. Es más fácil la oración en un sitio silencioso y elevado. Allá arriba todo parece más limpio y Dios parece sentirse más cercano.
Jesús tiene hambre de Dios y quiere contagiar a sus discípulos. Que busquen al Padre, que se abran a él, que aprendan a escuchar y a sentir su presencia. La oración es espacio gratuito que se reserva al Padre. Es la necesidad de respirar a pleno pulmón el Viento del Espíritu. Es hacerse eco de todo el dolor y de todo el amor del mundo. Y es poner en sintonía nuestro pensar, nuestro sentir y nuestro querer con el corazón de Dios, para llegar a ser un latido suyo.
No vayamos a pensar que la oración nos aleja de la vida, como si tuviéramos que estar siempre en el desierto o la montaña, separado de los hombres. Al revés. Cuanto más unido estés a Dios, más podrás estar cerca de los hermanos. El que tiene hambre de Dios, lo encontrará siempre y en todo, en todos los acontecimientos y en todas las personas. Lo encontrará especialmente en donde hay más dolor y más esperanza. Esas personas dolientes son los nuevos desiertos y los nuevos tabores, en los que Dios sufre y resplandece. ¡Qué bien se puede rezar junto a ellos! No hace falta que pienses en Dios expresamente, pero si estás, si te acercas, si compartes, si comulgas, te habrás llenado de Dios. La soledad de la oración no está reñida con la verdadera solidaridad. Las dos cosas se complementan.
Ora con la comunidad
Oh, Dios,
que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado,
alimenta nuestro espíritu con tu palabra;
para que, con mirada limpia,
contemplemos gozosos la gloria de tu rostro.
Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén.